Qué mejor manera de celebrar un cumpleaños que tomar un vuelo y recorrer Roma en un fin de semana. La ciudad eterna hace honor a su apodo, y podría abarcar infinitos días de visitas y paseos, pero en nuestro caso el tiempo era limitado, así que vamos a tratar de ir al grano y contarte cómo hicimos para recorrer los lugares más bellos de Roma en apenas 36 horas.
Lo primero que teníamos claro, especialmente siendo esta nuestra tercera estancia en la capital italiana, era que no podíamos dedicar mucho tiempo a
hacer colas para entrar en edificios que ya habíamos visto por dentro, como el Coliseo, el Panteón o el Castillo de Sant'Angelo.
Tampoco se nos escapaba que debíamos calzarnos nuestras zapatillas más cómodas, ya que nos iba a tocar patearnos la ciudad de cabo a rabo, algo que por otro lado, nos encanta.
La primera noche llegamos casi a las 11 de la noche, con el tiempo justo de dejar las maletas en el hotel, buscar un restaurante abierto que nos pusiera un par de pizzas encima de la mesa y pasear brevemente por los alrededores de la Plaza Navona, una plaza que se convirtió en lugar clave de muchos momentos del viaje.
A la mañana siguiente nos levantamos pronto, con las pilas cargadas y dispuestos a iniciar la marcha. La primera parada fue la imponente Plaza de San Pedro que con sus imponentes columnatas con 140 estatuas de santos, son obra de Gian Lorenzo Bernini, quien fue junto a Francesco Borromini uno de los arquitectos más destacados de la era barroca.
A primera hora de la mañana el volumen de gente era muy reducido, así que tras admirar relajadamente la grandeza de la plaza y todos los edificios que la rodean, decidimos entrar a ver la Basílica. Lamentablemente, ciertas reglas absurdas y caducas siguen vigentes, y Anna se tuvo que quedar fuera debido a su vestimenta (que curiosamente era muy similar a la mía).
Tras esta visita agridulce, caminamos sin prisa por la maravillosa Via della Conzilliazione, flanqueada por ambos costados de preciosos palacios, iglesias y embajadas.
Al final del camino nos esperaba uno de los edificios más singulares de Roma, el Castillo de Sant'Angelo, cuya enorme base redonda, herencia de su origen como Mausoleo del emperador Adriano, y el eclecticismo de sus múltiples construcciones adheridas con el paso de los años, llaman la atención de cualquiera que pasa por su lado.
Sin duda, la mejor manera que encontramos de observar este curioso castillo fue desde el centro del Puente Sant'Angelo, que con sus casi dos milenios de historia nos proporcionó una perspectiva preciosa de la fortaleza.
Tras cruzar el puente continuamos bordeando el río Tíber hasta pasar junto a otro edificio que captó nuestra atención. El Museo del Ara Pacis, con sus líneas rectas y su aspecto moderno rompía con la estética de todos los edificios que lo rodean, y sin embargo encajaba perfectamente en ese entorno.
Este nuevo museo fue proyectado por Richard Meier como parte del esfuerzo realizado para proteger el legado cultural y artístico de Roma. La claridad y proporciones del nuevo volumen se relacionan con la escala de las antiguas estructuras de la ciudad. En el interior, el arquitecto consigue modular perfectamente el contraste entre la luz y las sombras.
Fue en ese punto en el que abandonamos el curso del río para adentrarnos hacia uno de los lugares más cinematográficos de Roma. Y es que es imposible no sentirse en alguna de las famosas escenas de "Vacaciones en Roma" cuando uno sube las escaleras de las preciosa Piazza di Spagna, que parecen llevarte directo al cielo romano.
Pero la realidad es que allí arriba nos encontramos con otro de los múltiples obeliscos que los romanos transportaron desde Egipto para decorar la capital del imperio. En este caso se trataba del Obelisco Salustiano, construido en el siglo III en Asuán y decorado ya en Roma con jeroglíficos egipcios por un cantero romano que, debido a su desconocimiento, talló algunos de los símbolos al revés.
A unos pasos de allí nos sorprendió la fachada del Palacio Zuccari, que parecía abrir su puerta como una enorme y amenazante boca con intención de tragarnos en su interior.
Nuestro recorrido romano siguió en dirección a uno de los lugares más emblemáticos de Roma.
La realidad es que todas nuestra visitas a la Fontana di Trevi nos provocan una doble lectura. Por un lado, la belleza de la fuente barroca de mármol travertino es innegable, y tenemos que reconocer que está excepcionalmente mantenida. Sin embargo, la aglomeración de gente que se amontona a su alrededor en busca de la clásica foto lanzando una moneda y la insistencia de los vendedores de palos selfie hacen que sea casi imposible disfrutar de este lugar como se merece.
Una buena forma de verla con más calma es acudir a ella a horas algo intempestivas, como hicimos en nuestra anterior visita a la ciudad, en la que nos acercamos a la Fontana di Trevi a eso de las 2 de la mañana, y pudimos disfrutar de ella prácticamente solos.
Muy próxima a la fuente se encuentra la Via del Corso, una de las principales avenidas de la capital de Italia, ya que une la Piazza del Popolo con el Altare della Patria. Allí nos detuvimos en la Piazza Colonna, que recibe su nombre de la enorme Columna de Marco Aurelio, localizada en el centro de la plaza desde el año 193.
Justo enfrente se encuentra uno de los lugares ocultos más bellos de Roma. La Galería Alberto Sordi es uno de esos lugares que desprenden encanto en todos sus detalles, incluso para nosotros, que no solemos entrar en las exclusivas tiendas de su interior.
Donde no pudimos resistir entrar fue en Venchi, una heladería de la Via del Corso cuya pared simulando la continua caída de chocolate es un imán demasiado potente como para vencer su atracción.
Con un helado en la mano aún se ve más nítidamente la belleza de Roma. Una de esas cosas que nos sorprendieron en este viaje fue el precioso fresco que decora la bóveda de la Iglesia de San Ignacio de Loyola, que se ubica en la plaza del mismo nombre.
En las anteriores visitas no nos habíamos planteado entrar en este edificio, que por su ubicación rodeado de lugares históricos quizá esté algo infravalorado. La realidad es que no pudimos hacer nada más que sentarnos en uno de los bancos de la iglesia y admirar los detalles de esta pintura, que parece otorgar todavía más altura al techo del templo.
Y por fin llegaba el momento de acudir a nuestro edificio favorito en Roma. Cuando entramos en la Piazza della Rotonda atravesando la estrecha Via della Rosetta sentimos como se nos ponía la piel de gallina al contemplar de nuevo la imagen del Panteón de Agripa.
Construido al principio del siglo II de nuestra era, este antiguo templo dedicado a todos los dioses, actualmente convertido en iglesia, impresiona por la grandeza de su fachada, incrustada entre pequeños callejones, y sus majestuosas columnas corintias.
El edificio tiene una planta circular cerrada por una cúpula. La sala circular es una esfera perfecta, representativa de la concepción del cosmos de Aristóteles.
Por un lado el mundo infralunar corresponde a la mitad inferior del edificio, mientras que el mundo supralunar, la esfera celeste, donde el óculo central hace de Sol, se sitúa en la mitad superior.
A través del óculo entra la luz del sol y a medida que avanza el día va cambiando su posición e iluminando alternativamente cada uno de los altares de los diferentes dioses. El diámetro de la cúpula es de 43,20 metros, convirtiéndola en la más grande de la historia.
Es desde luego un gran privilegio que se haya conservado en tan buenas condiciones hasta nuestros días.
Tal era el nivel de atención que le estábamos prestando al Panteón, que no nos dimos cuenta de la cola de personas que daba la vuelta a la plaza, esperando a entrar a ver esta maravilla arquitectónica.
Teniendo en cuenta que ya habíamos estado dentro, muy a nuestro pesar decidimos conformarnos con verlo desde fuera. Pero esto no le quitó ni un ápice de emoción a ese momento.
Parece que esto enfadó a los dioses, ya que instantáneamente el cielo comenzó a ponerse negro y a descargar gotas de lluvia sobre nosotros.
Regresamos a la Piazza Navona mientras la lluvia iba tomando intensidad. Cuando llegamos a la preciosa y mítica plaza, ya caía la suficiente agua como para que la mayoría de turistas hubieran dejado vacíos los alrededores de las fuentes repletas de esculturas que la decoran, así que aprovechamos el momento para disfrutarla a nuestras anchas.
Esto duró unos pocos minutos, justo hasta el momento en que la lluvia se volvió demasiado intensa y tomamos la sabia decisión de buscar un lugar para comer.
En ese momento se nos encendió la bombilla, y recordamos que nuestra amiga Carol nos había recomendado un restaurante cerca de allí. Se llamaba Cul de Sac, y fue un acierto absoluto. Comimos exquisita pasta casera en un local familiar con una carta de vinos más que apetecible.
Con las energías renovadas proseguimos nuestra ruta por Roma en dirección al Tíber, al que habíamos abandonado por la mañana.
En nuestro camino fuimos deteniéndonos cada vez que algo nos llamaba la atención, como los animados puestos del mercado del Campo de' Fiori, la espectacular fachada del Palazzo Spada, donde nos dejamos la perspectiva Borromini para un futuro viaje, o las inscripciones hebreas y los símbolos judíos de la Gran Sinagoga de Roma, ya en la ribera del Tíber.
Todo ese zigzagueo nos condujo inexorablemente a la Isola Tiberina, una isla en medio de la ciudad. En ella apenas encontramos una iglesia, un hospital y una trattoria, pero lo que más nos gustó fue disfrutar de las vistas al río desde cualquiera de los dos puentes que la unen con el resto de Roma, el Ponte Fabrizio y el Ponte Cesto.
Nos pareció un lugar precioso para dar un relajado paseo alejado del ruido y del jaleo de las zonas más turísticas.
A esas horas el calor sofocante había sustituido a las refrescantes gotas de lluvia, así que necesitábamos hidratarnos con frecuencia. Eso nos condujo a uno de esos sitios que descubrimos en nuestro anterior viaje a Roma.
En la Fuente de la Piña, además de rellenar nuestra botella de agua, pudimos observar desde la distancia el inmenso Altare della Patria, un monumento con todas las letras. Fue construido en honor a Vittorio Emanuele II, el primer rey de la Italia unificada que conocemos hoy en día.
Es otro de esos edificios que no dejan indiferente a nadie, ya que, pese a la monumentalidad de la construcción y su color blanco impoluto, tiene un aspecto algo ostentoso, e incluso amenazante y bélico, debido a las estatuas que lo decoran y las antorchas encendidas situadas en su parte más elevada.
Lo que es evidente es que contrasta con todo el patrimonio arqueológico que lo rodea, y que se comienza a vislumbrar en cuanto uno se introduce en la Via dei Fori Imperiali.
Recorrer esta avenida fue como hacer un viaje a través del tiempo, hasta la época de mayor esplendor del Imperio Romano, ya que tiene a ambos lados columnas y restos de algunos de los foros más importantes de la historia, como el de Trajano, el de Augusto o el de César.
La estampa adquiere todavía más épica gracias al Coliseo, que nos esperaba al final de la calle. Esta inmensa obra del siglo I d.C., en un estado de conservación excelente, forma parte con todo merecimiento de lo que se conoce desde 2007 como "Las siete maravillas del Mundo moderno".
Es el anfiteatro más grande construido en tiempos del Imperio Romano, y, aunque en nuestra escapada de un fin de semana optamos por no visitarlo por dentro, todavía recordamos la sensación de subir por una de sus escaleras y contemplar la grandeza de un lugar que provoca una sensación difícil de describir.
Para aquellos que quieran seguir disfrutando de este enorme complejo de restos arqueológicos, una visita relajada a los jardines del Monte Palatino es la mejor de las ideas.
Sin embargo, a nosotros nos apetecía acudir a la Basílica di San Pietro in Vincoli, un lugar mucho menos concurrido y en el que se puede visitar una de las obras maestras de la escultura, el Moisés de Miguel Ángel.
Tras contemplar la escultura con detenimiento, decidimos dar un vuelco radical a nuestro día en Roma.
Buscamos un taxi y le indicamos que nos llevara hacia el Trastevere, donde simplemente queríamos dejarnos llevar, atravesar sus callejones adoquinados, descubrir sus plazas, visitar la iglesia de Santa María en Trastevere o simplemente escoger dónde sentarnos a tomar algo entre sus innumerables y encantadores locales.
Como es tradicional en muchos de estos locales, la bebida vino acompañada de un completo aperitivo a base de pan con embutidos, snacks y frutos secos.
Esto nos proporcionó la energía necesaria para reiniciar nuestra caminata, en esta ocasión en dirección al Belvedere del Gianicolo, un precioso mirador en el que, sin éxito, jugamos a contar el número de cúpulas que pueblan el infinito manto de edificios que es la capital de Italia.
Se nos estaba agotando el día, de modo que llegaba el momento de volver a nuestro alojamiento, descansar unos minutos y salir hacia el Restaurante Per Me, el lugar que había reservado Anna por sorpresa para celebrar el cumpleaños. Fue una cena perfecta.
En una preciosa terraza, alumbrados por la tenue luz de unas velas; pudimos degustar las elaboraciones de uno de los locales más reconocidos de la ciudad.
A la mañana siguiente, ya con las agujas del reloj descontando los minutos de nuestra escapada romana, apuramos el tiempo hasta nuestro vuelo de regreso en el popular Mercado de Porta Portese, un enorme mercado de puestos ambulantes ubicado a orillas del Tíber, junto al Trastevere.
En él pudimos salir del circuito de lugares más turísticos y contemplar como es la vida de los romanos un domingo cualquiera por la mañana.
Fue una forma diferente de despedirnos de una ciudad que siempre te recibe con los brazos abiertos. La verdad es que visitar cualquier rincón de Italia siempre es sinónimo de disfrutar y de sentirse como en casa.
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